Por: Esteban Laso. 

Hace pocos días ocurrió un evento que muy probablemente anuncie un cambio de época: la toma del Capitolio por parte de ciudadanos armados (prácticamente todos de raza blanca) para impedir que el Congreso de Estados Unidos legitimara los resultados de las últimas elecciones presidenciales. Ciudadanos que se sintieron convocados por su líder, el (aún) presidente Donald Trump, cuya retórica ha pasado de veladamente racista y antidemocrática a (casi) abiertamente apologética de la violencia. Ciudadanos devotos de una de las teorías conspiranoicas más ridículas de la historia, Qanon, según la cual Trump “lidera una batalla contra la élite pedófila y adoradora de Satán que se ha apropiado del gobierno, los medios y las empresas”. Ciudadanos que, además de armas largas, portaban horcas, esvásticas, tatuajes (pseudo)vikingos y otros símbolos de su ideología supremacista. Ciudadanos, en fin, que podrían haber usado camisas pardas en la Alemania de los años 30 o negras en la Italia de Mussolini.

(Photo by Andrew CABALLERO-REYNOLDS / AFP)

Que estos insurrectos pudieran penetrar en el corazón del país que se precia de ejemplo de la democracia liberal occidental ha pasmado a críticos y comentaristas… excepto a los que entienden la psicología social del populismo y cómo un líder carismático exitoso consigue invariablemente doblegar las instituciones por robustas que parezcan. Y esa misma comprensión nos permite desmentir la fantasía simplista de la mayoría de comentaristas y votantes “informados”: que la culpa es del líder mismo, llámese Trump, Chávez, Correa o Duterte; y que “muerto el perro se acaba la rabia”. Más aún, que es la patología psicológica del líder, su personalidad narcisista o psicopática, la que arrastra a sus seguidores en una vorágine sin fin.

Nos guste o no, la realidad es diametralmente opuesta. Sí, puede que el líder sea patológico: eso no explica por qué la gente lo sigue, le cree y lo sigue apoyando pese a la ingente evidencia en su contra (cosa que los ecuatorianos hemos podido constatar de primera mano en estos años). La respuesta es tan simple como devastadora: porque esa gente siente que el líder dice, no las “verdades” de analistas y tecnócratas, sino su verdad íntima, cotidiana, doliente, que nadie más entiende ni recoge. Esa verdad que, teñida como está de odio, resentimiento, humillación y vergüenza, no puede salir a la luz si no es a gritos. Como lo expresaran los votantes de Trump con claridad meridiana: “He tells it like it is”.

Es por eso que para cuando el líder logra vencer en las elecciones el daño ya está hecho y es imposible de reparar sin un drástico cambio de rumbo. El mecanismo de la democracia, tan eficaz en sociedades relativamente igualitarias y compactas, es incapaz de curarse a sí mismo en sociedades atomizadas, plagadas de luchas intestinas, mutua desconfianza y cínico individualismo.

Porque el líder populista-carismático, siempre tan propenso al fascismo o la política excluyente, no es una patología de la democracia sino de la desigualdad: allí donde haya grupos que se sientan excluidos o privados de (los que consideran) sus legítimos derechos por más de una generación, habrá “demanda” para un líder populista autoritario.

En el fondo, no es culpa de Trump, Duterte o Chávez; si ellos no existieran otros habrían ocupado su lugar. Y por eso, no basta con impedirle a dicho líder alcanzar el poder, con “tomarles exámenes psicológicos a los candidatos” para excluir a psicópatas, narcisistas y dementes (como han propuesto algunos pensadores que no parecen entender cómo funciona una democracia). Así como no basta con librarse del líder, con ganarle unas elecciones y dedicarse a impedirle que vuelva –tontería en la que, dicho sea de paso, incurren la mayoría de los actuales candidatos del Ecuador, bajo la fantasía de que “ido Correa podremos hacer lo que siempre hemos hecho: repartirnos el país entre amigos y dejar a los demás las migajas”. Fantasía por la que los vemos incapaces de hacer alianzas en beneficio de la Patria y a la que debemos la absoluta ridiculez de tener 16 candidatos a Presidente, o sea, ¡casi uno por cada millón de habitantes!

No, señores candidatos, élites económicas y políticas: el culpable no es Correa. Son ustedes, desde hace muchos años.

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