Esteban Laso Ortiz. Fragmento de un artículo publicado en ForoEconomíaEcuador.com
La lucha contra la corrupción parte generalmente de un supuesto institucionalista: que es producto de estructuras de incentivos mal diseñadas y que, por ende, cambiando dichas estructuras también se reducirá la corrupción. Así, se modifican los incentivos (por ejemplo, aumento de salarios a los funcionarios) y se imponen castigos ejemplares (multas o prisión) con el fin de acabar con las “cabezas” en la esperanza de que eso desarme sus redes.
Sin embargo, los diseños institucionales van y vienen y la corrupción persiste.
Por cada cabeza que se corta emergen dos más. La “lucha anticorrupción” deviene en mecanismo de persecución política y reemplazo de grupos y líderes corruptos.
El mismo supuesto institucionalista conduce a otra propuesta: mejorar la transparencia e instaurar mecanismos de rendición de cuentas para que los votantes puedan “castigar” a los representantes corruptos en las próximas elecciones. Prometedora en su momento, el que haya sido aplicada en varios países en las últimas décadas sin que haya bajado apreciablemente su nivel de corrupción pone en duda su utilidad; como sugiere Ivan Krastev (véase también Krastev, 2013), lo que se logra aumentando la transparencia en un entorno corrupto es que los malversadores aprendan a ocultar mejor sus chanchullos.
Por si fuera poco, la evidencia empírica (Fernández-Vázquez et al, 2013) indica que, al menos en España, y quizá en la América hispana, los votantes “castigan con su voto” a un funcionario de probada corrupción únicamente cuando ésta no redunda en un beneficio para la comunidad: “no importa que robe mientras haga obra”. De lo cual se deduce que la transparencia sólo es eficaz cuando se instaura en una cultura anti-corrupción preexistente cuya unánime censura moral obliga al malversador a renunciar a su puesto.
La explicación culturalista, por su parte, asume que la corrupción es parte de un sistema de valores y normas profundamente arraigado en una sociedad y que está fuera del alcance del diseño de políticas. Desde mi punto de vista, la desconfianza generalizada es la piedra angular de una explicación culturalista por la obvia y sencilla razón de que la corrupción se ve refrenada más por mecanismos informales de control (oprobio y escarnio públicos) que por los formales, que pueden después de todo caer presa de la misma red de corrupción. Lo que detiene al potencial infractor no es el temor a la justicia (poblada de corruptos o corruptibles como él mismo) sino al rechazo de sus allegados.
“Comparados con el desprecio de la humanidad, todos los demás males son fáciles de soportar” (Adam Smith).
Pero en el mundo homo homini lupus en que vive el desconfiado, la corrupción no es sólo justificable sino indispensable para salir adelante: “entre bomberos no nos pisamos las mangueras”.
Por tanto, erradicar la corrupción supone reducir la desconfianza, lo que se logra por medio de la educación y la equidad, pues el principal determinante de la desconfianza es la inequidad (3): la confianza moral se funda en una convicción de “estamos todos en el mismo barco” que las diferencias groseras y conspicuas de riqueza, ingreso e influencia, combinadas con la impotencia ante un sistema de justicia complaciente con los poderosos (otra forma de inequidad), terminan por transformar (la desconfianza) en miedo y resentimiento (“la ley es sólo para los de poncho”; Cf. Chi Ling, 2013; Uslaner, 2003b).
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