Me reuní con él hace como dos meses. El Foro de Economía y Finanzas, del cual me había invitado a formar parte, había lanzado una denuncia dura en contra de quienes  que apoyaban el pago puntual a tenedores de bonos, mientras el país no tenia dinero para atender la pandemia. La denuncia provocó un ataque salvaje de un par de personajes que tuvo consecuencias familiares. 

Me llamó y me pidió que le visite. Con barbijo y distanciamiento, conversamos como tres horas. Dejamos atrás ese episodio en pocos minutos. “Eso no es lo importante mijo”, como él me llamaba. Me contó que se preparaba para otra ronda de quimioterapia, parte de su lucha contra el cáncer que al final le ganó la pelea.

Un recuento de varios momentos duros. Personajes, hechos, momentos. Unos pocos logros y muchos retrocesos. Así es la lucha contra la miseria humana. Recibí esa tarde una inyección de valores, como tantas a lo largo de los ocasionales encuentros con el tío Eduardo. 

Anoche, en medio del dolor, con la banda sonora de “La Misión” de Ennio  Morricone, favorita total de los dos, repasaba como un álbum de fotos, momentos de su vida  que me marcaron para siempre. 

Recordé un episodio que marcó el inicio de mi amistad y admiración profunda. El secuestro del padre Cammarata en 1969, hecho liderado por él  y un grupo  de estudiantes de la Universidad Católica para protestar contra la decisión de la jerarquía de la Iglesia de expulsar del país al jesuita. Tiempos en que se empezaba a cuestionar la desigualdad, la injusticia, los mismos paradigmas de la tragicomedia latinoamericana que no somos capaces de superar. 

Cincuenta años después, la revista Diners le entrevista sobre ese episodio y él dice: “Fue un suceso de estudiantes que en ese tiempo éramos idealistas”. “Sigues siendo idealista”, le corrige el cronista. “Así creo”, responde. Unos segundos después, reafirma: “Por supuesto”. 

Idealista, fiel a sus principios hasta el último día de su vida.

Luego leo en un portal digital una nota sobre su muerte. “Economista y académico de izquierda…”  y pienso en la etiqueta con olor a naftalina. 

Si el dolor por cada niño que se va a la cama sin comer es de izquierda, Eduardo fue  de izquierda. 

Si el dolor por la miseria humana de quienes lucran  con la deuda pública  y perjudican a los pobres, Eduardo fue de izquierda. 

Si luchar contra la desigualdad y la injusticia es de izquierda, entonces fue de recontra izquierda. 

Las  etiquetas simplifican y ocultan lo verdaderamente importante. Somos seres humanos: miserables o almas nobles. Gigantes éticos o pequeños traficantes de intereses. Unos envueltos en sus  sombras íntimas, otros capaces de sacarlas al sol y convertirlas en luz. 

Eduardo era, más allá de etiquetas,  un gran ser humano. Sensible, bueno y valiente. 

Un hombre que supo ser fiel a sus principios hasta el último día de su vida. Que jamás tuvo miedo de denunciar, de perder su trabajo al hacerlo; que no sacrificó su dignidad  por defender a los pobres, por luchar contra las  dos verdaderas pandemias del Ecuador: la desigualdad y la corrupción. 

Un idealista, como Mandela o Luther King. Un hombre que como ellos,  le dio sentido y trascendencia  a su paso por la vida. 

No sé si me de la talla para tomar la posta. Pero esa impronta de valores será la brújula que me  señale la ruta que deberé transitar en lo  que me queda de vida.

Que la música de “La Misión” de Ennio Morricone acompañe su viaje hacia la eternidad, Eduardo querido. Tomará mucho tiempo cicatrizar el dolor de su pérdida. 

Durísimo tener  que tragar el dolor de su muerte en la soledad del encierro. No poder abrazar a Marina, su esposa, a los primos y amigos. No poder cantarle el himno a la Dolorosa, despedirle como merece. 

Un abrazo inmenso a toda la  familia.

Descanse en paz, Eduardo Valencia. 

Pipo.

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